Recorrimos la
carretera en dirección al centro de Dublín, dónde estaba mi apartamento. La
primera parada antes de llegar a “Mi nuevo, temporal e improvisto hogar”. Vivía
en un tercer piso, sin ascensor, por lo que tuve que pasar por un momento un
poco bochornoso, cuando cierto joven amnésico me llevó en brazos hasta arriba.
Por supuesto, que en todo momento me mantuve fría y sólo respondía a lo que me
preguntaba con palabras cortas como Sí y No. Y cómo él tampoco estaba cómodo, mejor que mejor.
Ahí estábamos los
dos, en mi pobre apartamento abandonado, exactamente igual a como lo dejé antes de que se me fuera la cabeza.
Para empezar, os
describiré un poco mi pequeño habitáculo: Pocos metros cuadrados para
nombrarlos, paredes blancas llenas de posters, fotos y cuadros que tapaban las
grietas y los desconchones de la pintura, escasos muebles, lo bastante
envejecidos como para ser de mi gusto y un par de estanterías que habían
conseguido llevarse todo mi cariño. El apartamento tenía tres módulos
principales; mi dormitorio-biblioteca-despacho-armario-sala de estar, la cocina
y –si podemos llamarlo así, aunque no creo que llegue a esa consideración- un
baño.
El amnésico
desencantador me sentó en la cama y observó la estancia con expectación,
deteniéndose en una pared un tato peculiar llena de recortes de periódico
–Todos hemos tenido un pasado y él estaba a punto de descubrir el mío-.